Carpe diem. Vivir el momento. El único momento real es el presente. Los perros lo viven. Los niños también. Los seres humanos adultos, sin embargo, no siempre. Pasamos gran parte de nuestra vida entre el ayer y el mañana, perdiéndonos lo único que realmente tenemos: el ahora.
Sin embargo, el atributo que sostiene a la sociedad civilizada y que nos distingue del resto de las especies es la capacidad de contemplar el futuro. Nuestra mente gasta alrededor del 70% de su tiempo reproduciendo recuerdos y creando escenarios futuros ideales. Solo empleamos el 30% en vivir el presente.
Los animales, por el contrario, no pueden sino proyectarse a escasos minutos por delante. El lobo ibérico busca refugio para el invierno por instinto, no porque sepa que se avecina.
Pero, la virtud de imaginar lo que sucederá, puede convertirse en un problema. Si el futuro se ensombrece con el temor de que suceda lo que quizás nunca ocurra, nuestro presente se afecta.
Pensemos que, si nos inquieta a diario morir mañana, sólo una vez acertaremos.
El tan de moda Mindfulness, práctica milenaria con raíces en la filosofía budista, no es sino sentir cada instante con atención plena y consciente, como si no importara nada más.
Aceptemos todo lo que llega a nuestra vida. Reflexionemos antes de actuar. Renunciemos al control. Saboreemos cada segundo. Deshagámonos de prejuicios. Carpe diem.
Huyamos de las expectativas frustrantes. En cambio, recordemos las palabras de Antonio Machado, cantadas por Serrat: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”. Fijemos metas para marcar caminos y disfrutemos cada paso del recorrido.
Los niños se preocupan más por el aquí y el ahora que por lo que puede pasar después. Tienen más energía, se comportan con más optimismo y disfrutan más. Aprendamos de ellos.
Y, recordémoslo siempre: la alegría es la fuente de la sonrisa. Pero, también, la sonrisa puede ser la fuente de la alegría.